La mitología del trabajo

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Ocho mitos que mantienen tus ojos en el reloj y tu nariz en el torno

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¿Qué pasaría si nadie trabajara? Las fábricas estarían vacías y nadie produciría cosas a no ser de forma voluntaria. El Telemarketing dejaría de existir. Los individuos despreciables que basan su vida en dominar a los demás a cambio de riqueza deberían encontrar mejores formas de vida social. Los embotellamientos de tránsito dejarían de existir; entonces el petróleo desbordaría. El papel moneda y los formularios laborales podrían ser usados como combustibles y la gente viviría de compartir e intercambiar. El pasto y las flores crecerían de las grietas de la vereda, abriendo paso a árboles con frutas.

Y todos estaríamos privados de muerte. Y no estaríamos sobreviviendo haciendo tareas o evaluaciones. La mayoría de las cosas que hacemos para hacer dinero son irrelevantes para nuestra supervivencia y para nuestro sentido de la vida.


Eso depende en lo que entiendas por “trabajo”. Piensa en cuántas personas disfrutan de la jardinería, de pescar, de la carpintería, de la cocina y hasta programación de computadoras sólo por su propio bien. ¿Qué pasaría si ése tipo de actividades podría proveernos para saciar todas nuestras necesidades?

Por cientos de años, los pueblos reivindicaron que el progreso tecnológico pronto liberaría a la humanidad de su necesidad de trabajar. Hoy día tenemos capacidades que nuestros ancestros jamás hubieran podido imaginar, pero esas predicciones siguen sin haberse hecho realidad. En los Estados Unidos de hecho trabajamos más horas de lo que solíamos hace un par de generaciones —los pobres a la orden de sobrevivir, los ricos a la orden de competir. Otros desesperadamente buscan empleo, difícilmente disfrutando todo el confortable tiempo libre que éste progreso debería proveer. Aunque hablen de recesión y de medidas de ajuste las corporaciones están reportando ganancias récords, los adinerados son más adinerados que nunca y un montón de mercaderías se producen sólo para ser tiradas a la basura. Hay un montón de bienes pero no se están usando para liberar a la humanidad.

¿Qué clase de sistema simultáneamente nos provee abundancia y nos impide de disfrutarla? Los defensores del libre mercado argumentan que no hay otra opción —y mientras nuestra sociedad siga organizada de ésta manera, no lo habrá.

Hasta hace un tiempo, antes de fichar y tener permiso para almorzar, todo se realizaba sin trabajo. El mundo natural que proveía nuestras necesidades no había sido esculpido y privatizado. El conocimiento y las habilidades no eran dominios exclusivos de expertos licenciados, abonados por caras instituciones; el tiempo no estaba dividido en trabajo productivo y tiempo libre para consumir. Sabemos esto porque el trabajo fue inventado sólo hace unos miles de años. Nos han dicho que la vida era “solitaria, pobre, desagradable, bruta y corta” entonces —pero ésa narrativa nos llega en manos de aquellos que le pegaron una patada a ésa forma de vivir, no de aquellos que la practicaban.


Esto no significa que debamos volver las cosas como solían ser, o que podríamos —sólo que las cosas no tienen que ser únicamente de la manera que lo son ahora mismo. Si nuestros ancestros distantes podrían vernos hoy en día, probablemente estarían excitados de algunos de nuestros inventos como horrificados por otros pero probablemente estarían indignados de cómo los aplicamos. Construimos éste mundo con nuestro trabajo y seguramente sin algunos obstáculos podríamos construir uno mejor. Eso no significa que abandonemos todo lo que aprendimos. Sino significa que abandonar todo lo que aprendimos, tampoco funcionaría.

Uno difícilmente pueda negar que el trabajo sea productivo. Hace un par de miles de años el trabajo ha dramáticamente transformado la superficie de la tierra.

Pero exactamente, ¿qué produce? Utensilios descartables por billones, computadoras portátiles y teléfonos celulares que son obsoletos en un par de años. Se tiran kilómetros de desechos y toneladas sobre toneladas de clorofluorocarbonos. Las fábricas se oxidan porque el trabajo es más barato en otro lugar. Los contenedores de basura están colmados mientras billones sufren malnutrición, mientras los tratamientos de salud sólo pueden ser abonados por los más ricos, mientras la mayoría de nosotros no tiene tiempo para novelas, filosofías y movimientos artísticos por ser parte de una sociedad que subordina el deseo hacia motivaciones de ganancias y necesidad de derechos de propiedad.

¿Y de dónde salen los recursos de toda ésta producción? ¿Qué pasa en los ecosistemas y comunidades que son saqueadas y explotadas? Si el trabajo es productivo, es aún más destructivo.

El trabajo no produce artículos de aire puro, no se trata de un conjuro mágico. En cambio, toma materiales crudos de la biosfera —un tesoro común compartido entre todos los seres vivos— y los transforma en productos animados por la lógica del mercado. Para aquellos que ven el mundo en términos de hojas de balance, esto es una mejora, pero el resto de nosotros no deberíamos creer en sus palabras.

Los capitalistas y los socialistas siempre han insistido en que el trabajo produce valor. Los trabajadores deberían considerar una posibilidad diferente: el trabajo gasta el valor. Esa es la razón por la cual los bosques y las capas de hielo polar están siendo consumidas como las horas de nuestras vidas: el dolor en nuestros cuerpos cuando llegamos a casa está en paralelo con el daño que estamos generando a una escala global.

“Pobreza — Riqueza”

¿Qué deberíamos estar produciendo sino todas éstas cosas? Bueno, ¿qué tal la felicidad? ¿Podemos imaginar una sociedad en la cual la principal meta de nuestras actividades sea vivir lo más que se pueda, para explorar los misterios de la vida, antes de que sea amasar fortunas o superar a nuestra competencia? Deberíamos fabricar bienes en ésa sociedad que imaginamos, por supuesto, pero no para competir por ganancias. Festivales, festines, filosofía, romance, persecuciones creativas, crianzas, amistad, aventuras, ¿podemos imaginar esto como el centro de la vida y no dentro de un paquete en nuestro tiempo libre?

Hoy las cosas están al revés: nuestro concepto de felicidad está construido como un sentido que estimula la producción. Los pequeños productos maravillosos se están abarrotando para echarnos del mundo.


El trabajo no genera riqueza donde solía haber pobreza, así de simple. Todo lo contrario, mientras enriquece a algunos en base a expensas de los demás, el trabajo genera pobreza, también, de manera directamente proporcional a la ganancia que genera.

La pobreza no es una condición objetiva sino una relación producida por un sistema desigual de distribución de recursos. No hay nada parecido a la pobreza en las sociedades en que la gente comparte todo. Quizás haya escasez pero nadie está sujeto al hecho indigno de no tener nada cuando otros no saben qué hacer con todo lo que tienen. Así como la ganancia es acumulada y el umbral que hay que esforzarse en cruzar para ejercer influencia en la sociedad crece y crece, la pobreza se debilita cada vez más y más. Es una forma de exilio —la forma más cruel de exilio— porque sos parte de una sociedad al mismo tiempo que sos excluído. No podés ni participar, ni dejar de hacerlo.

El trabajo no sólo crea pobreza al mismo tiempo que la riqueza sino que también concentra la riqueza en manos de unos pocos generando pobreza a lo largo y lo ancho. Por cada Bill Gates, un millón de personas deben vivir bajo la línea de pobreza; por cada petrolera Shell, debe haber una Nigeria. Mientras más trabajamos, más ganancia es acumulada por los patrones y más pobres somos comparado a nuestros explotadores.

Así que aparte de generar riqueza, el trabajo hace a la gente más pobre aún. Esto es evidente en todas las formas de hacernos más pobres: pobres en autodeterminación, pobres de tiempo libre, pobres en salud, pobres en tener carreras y cuenta de banco propias, pobres en espíritu.


Hablar de “costo de vida” es engañoso, ¡de hecho hay otras vidas viviendo a pesar de todo! Hablar de “costo de trabajo” quizás sea más adecuado, ¡y no es nada barato!

Todos sabemos lo que los que limpian casas y lavan platos pagan por ser la columna vertebral de nuestra economía. El flagelo de la pobreza —adicciones, familias peleadas, pobreza en salud— son comunes para todos; aquellos que sobreviven a éstos flagelos y llegan a tiempo de trabajar son milagros trabajando. Piensa en lo que serían capaz de llevar a cabo si fueran libres de aplicar su poder a algo más que generar ganancias para sus empleadores.

¿Qué pasaría entonces con sus empleadores, afortunados de estar en la parte alta de la pirámide? Pensaríamos que tener un salario mayor significa tener mayor dinero, y por ende más libertad, pero no es tan simple. Cada oficio tiene costos escondidos: así como un lavaplatos debe pagar un pasaje de ómnibus cada mañana para ir a trabajar, un abogado de corporaciones debe poder pagar un pasaje en avión ante cualquier novedad, o debe poder pagar una membresía en un country para poder mantener sus relaciones de negocios, o debe poder mantener una pequeña mansión para entretener en una cena a sus invitados, que a su vez son clientes. Por ésta razón es que es tan difícil para los trabajadores de clase media ahorrar dinero porque van corriendo atrás en una rueda para ratas: tratar de ir adelante en la economía significa también mantener el lugar en la rueda. A lo mejor, quizás puedas avanzar y correr en una rueda más bonita, pero tendrás que correr cada vez más rápido para mantener tu lugar.

Y estos costos meramente financieros de trabajo terminan siendo los más caros. Si en una encuesta le preguntarían a la gente con distintas formas de vida cuánto dinero necesitan para vivir la vida que quieren; desde un indigente hasta un patricio, todos contestarían aproximadamente el doble de lo que sus ingresos son. Entonces, el dinero no es sólo costoso de conseguir, sino que es como una droga adictiva que cada vez te llena menos y menos. Y así mientras más lejos vas en la jerarquía, más debés pelear para mantener tu lugar.

Los ejecutivos adinerados deben abandonar sus pasiones sin reglas y su conciencia para autoconvencerse de que merecen más que los infortunios que su trabajo le provee como confort, debe ahogar sus impulsos de cuestionar, compartir e imaginarse en los zapatos de los demás; si no lo hicieran tarde o temprano tendrán otro competidor sin piedad que lo reemplazará. Los trabajadores de cuello azul y de cuello blanco deben matarse entre sí para mantener los trabajos que los mantienen vivos como si fuera una cuestión de destrucción física o espiritual.

Ésos son los costos que pagamos individualmente pero también hay un precio global que pagamos por todo éste trabajo. Junto con los costos medioambientales hay enfermedades, heridas y muertes: cada año que pasa matamos personas por consumir miles de hamburguesas y vendemos membresías de obras sociales a los sobrevivientes. El Ministerio de Trabajo de Estados Unidos reportó que el doble de las personas que murió en los ataques del 11 de Septiembre, muere cada año en accidentes fatales de trabajo, y eso no toma en cuenta a las enfermedades relacionadas con el trabajo. Más allá de eso, más exorbitante que cualquier otro precio, está el costo de nunca aprender cómo dirigir nuestras propias vidas, nunca tener la chance de responder o por lo menos de preguntar qué haríamos con nuestro tiempo en éste planeta si dependiera de nosotros. Nunca podemos saber a cuánto estamos renunciando por establecernos en un mundo cuya gente está muy ocupada, muy empobrecida o muy deprimida para hacerlo.

¿Entonces por qué trabajar si es tan caro? Todos conocemos la respuesta: no hay otra manera de adquirir los recursos que necesitamos para sobrevivir o porque no hay otra forma de participar en la sociedad de otra manera. Todas las formas sociales anteriores que hicieron otras formas de vida posibles fueron erradicadas, fueron invadidas por conquistadores, traficantes de esclavos y corporaciones que modificaron sus tradiciones y sus ecosistemas para siempre. Al contrario de la propaganda capitalista, los seres humanos libres no se amontonan en fábricas por una miseria si es que tienen otras opciones, ni siquiera para trabajar en una excelente marca de zapatillas o software. Trabajando, comprando y pagando cuentas, cada uno de nosotros ayuda a perpetuar las condiciones que necesitan éstas actividades. El capitalismo existe porque invertimos todo en él: nuestra energía e ingenuidad en el mercado, todos nuestros recursos en el supermercado y en la bolsa de valores, toda nuestra atención en los medios. Para ser más precisos, el capitalismo existe porque nuestras actividades diarias son el capitalismo. Pero, ¿continuaríamos reproduciendo esto si sintiéramos que tenemos otra opción?


En lugar de dejar que la gente logre la felicidad, el trabajo fomenta el rechazo a uno mismo. Obedecer maestros, jefes, las demandas del mercado —sin mencionar leyes, las expectativas de los padres, las escrituras religiosas, las normas sociales— estamos condicionados desde la infancia a poner nuestros deseos a esperar. El hecho de seguir órdenes se transforma en un reflejo inconsciente, sean o no de nuestro interés, y depender de expertos nuestra segunda naturaleza.

Vender nuestro tiempo antes que hacer cosas por nuestra propia causa es parte de que evaluamos nuestras vidas en base a cuánto podemos conseguir a cambio de ellas, y no qué podemos conseguir por ellas. Como esclavos freelance, vivimos la vida hora tras hora pensando en nosotros mismos como teniendo un precio; la suma del precio se vuelve nuestra medida de valor. En ése sentido, nos transformamos en mercancías, como la pasta dental y el papel higiénico. Lo que solía ser un ser humano, ahora es un empleado, de la misma manera que lo que alguna vez fue un cerdo ahora es un corte de carne. Nuestras vidas desaparecen, gastadas como el dinero por el cual las vendemos.

A menudo nos acostumbramos a abandonar las cosas que son preciosas para nosotros que el sacrificio parece nuestra única forma de expresar lo que nos importan las cosas. Nos martirizamos por ideas, causas, el amor de alguien más, incluso de aquellos que supuestamente nos ayudan a encontrar felicidad.

Hay familias, por ejemplo, en que la gente se muestra afecto compitiendo para ser el que más abandona cosas por los demás. La gratificación no sólo está demorada, sino que pasa de generación en generación. La responsabilidad de finalmente disfrutar toda la felicidad que ahorraste durante años de trabajo duro es diferida a los niños; hasta que tienen más edad y son vistos como responsables adultos, que deben también empezar a trabajar con sus manos hasta los huesos.

Pero el ciervo debe detenerse en algún lugar.


La gente trabaja duro hoy en día, eso seguro. Aumentar el acceso a recursos del mercado ha causado una producción y un progreso tecnológico sin precedentes. De hecho, el mercado ha monopolizado el acceso a nuestras propias capacidades creativas en toda su extensión tanto así, que mucha gente no sólo trabaja para sobrevivir sino para tener algo qué hacer. Pero entonces, ¿qué tipo de iniciativa es lo que inculca?

Veamos un poco el tema del calentamiento global, una de las crisis más serias que está enfrentando el planeta. Luego de décadas de negarlo, los políticos y los ejecutivos finalmente se tiraron a la acción para hacer algo al respecto. ¿Qué están haciendo? ¡Están probando formas de seguir ganando dinero! Acreditaciones para emitir dióxido de carbono, contaminación limpia, empresas inversoras “verdes”… ¿quién cree que éstas son las mejores formas de frenar la producción de gases de invernadero? Es irónico que una catástrofe causada por el consumo capitalista pueda ser utilizada para generar más consumo, pero revela mucho del tipo de iniciativa que el trabajo inculca. ¿Qué tipo de persona, enfrentada a la idea de prevenir el fin del mundo responde: “Seguro, pero no va a ser el final para mí”?

Si todo en nuestra sociedad fuera dirigido por un motivo de ganancia para ser un éxito, eso no es tener iniciativas para nada. Tomar la iniciativa realmente, iniciando nuevos valores y nuevos modos de comportarse —eso es impensable para los hombres de negocios y emprendedores como también para sus lánguidos empleados. ¿Qué pasaría si trabajar —es decir, delegar tus poderes creativos a los demás sean gerentes o clientes— realmente erosiona tu iniciativa?

La evidencia de esto se extiende más allá de tu lugar de trabajo. ¿Cuánta gente que nunca falta a trabajar no puede aparecer puntual para un ensayo con su banda? No podemos seguir con la lectura de nuestros libros cuando tenemos que terminar papeles para la escuela a tiempo; las cosas que realmente queremos hacer con nuestras vidas terminan en el fondo de nuestra lista de pendientes. La habilidad de seguir comprometiéndonos se convierte en algo por fuera de nosotros mismos, asociado a recompensas y castigos externos.

Imagina un mundo en que la gente lo que hizo, lo hizo porque realmente quería, porque personalmente les interesa llevarlo a cabo. Para cualquier jefe que tuvo que pelear para motivar empleados indiferentes, la idea de trabajar a la par con la gente en un mismo proyecto suena utópica. Pero esto no es prueba de que no se podría hacer nada sin jefes ni salarios, sólo muestra como el trabajo nos amarga la iniciativa.

Digamos que nuestro trabajo nunca nos hiere, envenena o enferma. Digamos que estamos garantidos de que nuestra economía nunca entrará en crisis ni se llevará tu trabajo y tus ahorros para sí, y que nadie que tiene un contrato peor que el tuyo le interesa robarte o herirte. Podés estar seguro de que no vas a ser reducido. Hoy en día nadie trabaja para el mismo empleador toda la vida; trabajás en algún lugar unos años hasta que te cambian por alguien más joven y más barato en tu lugar, o envían tu trabajo al extranjero. Te podés romper la espalda poniendo lo mejor en tu campo y aún así terminarás seco.

Tenés que contar con que tus empleadores pueden tomar una decisión sagaz a la hora de escribir tu cheque: no pueden simplemente derrochar el dinero o decirte que no tienen que pagarte. Pero nunca sabrás cuándo su sagacidad se va a volver en contra tuyo: aquellos de quienes dependes para vivir no llegaron a donde están por ser sentimentales. Si sos un empleado independiente probablemente sabés qué tan inconstante el mercado puede ser también.

¿Qué podría proveernos seguridad real? Quizás ser parte de una comunidad a largo plazo en que la gente se cuida una a otra, una comunidad basada en la asistencia mutua antes que en los incentivos financieros. ¿Y cuál es uno de los obstáculos principales para ése tipo de comunidades? El trabajo.


¿Quién acarreó la mayor cantidad de injusticias en la historia? Los empleados. Esto no quiere decir necesariamente que son responsables ni que deberían avisarte primero. ¿Recibir una paga te absuelve de hacerte responsable de tus acciones? Trabajar parece fomentar la impresión de que sí. La defensa del caso Nuremberg —“Sólo estábamos siguiendo órdenes”— fue el himno y la coartada de millones de empleados. Esta buena voluntad para chequear la conciencia de cada uno en la puerta de nuestros trabajos —para empezar a ser una mercancía— yace en las raíces de muchos de los problemas que plaga nuestra especie.

La gente ha hecho cosas horribles sin ordenes también, pero no cosas tan horribles. Podés razonar con una persona que está actuando por sí misma; ella tiene conocimiento de que es responsable de sus decisiones. Los empleados, por otro lado, pueden ser inimaginablemente tontos y destructivos al negarse a pensar en las consecuencias.

El problema real, por supuesto, no es que los empleados se rehúsan a tomar responsabilidades en sus acciones, sino es el sistema económico que hace que tomar responsabilidades sea prohibitoriamente caro.

Los empleados tiran desechos tóxicos en ríos y océanos.

Los empleados arrojan a la basura toneladas de comidas.

Los empleados están destruyendo la capa de ozono.

Están observando todos tus movimientos a través de cámaras de seguridad.

Te desalojan cuando no pagás tu renta.

Te aprisionan cuando no pagás sus impuestos.

Te humillan cuando no hacés tu tarea o no aparecés en el trabajo a tiempo.

Ingresan información de tu vida privada en reportes de crédito y archivos del FBI.

Te dan multas de velocidad y te remolcan tu automóvil.

Administran exámenes estandarizados, centros de detención para jóvenes e inyecciones letales.

Los soldados que llevaban como ganado a la gente en cámaras de gas eran empleados,

Como los soldados que ocupan Irak y Afganistán,

Como los terroristas suicidas que los tenían como objetivos —son empleados de Dios, esperando su paga en el paraíso.


Seamos claros al respecto: criticar el trabajo no significa rechazar la labor, el esfuerzo, la ambición o el compromiso. No significa demandar que todo debe ser divertido o fácil. Trabajar contra las fuerzas que nos obligan a trabajar es un trabajo duro. La vagancia no es una alternativa al trabajo, sino una consecuencia.

Al final es simple: todos merecemos hacer con nuestro potencial lo mejor que podamos, para poder ser amos de nuestros propios destinos. Ser forzados a vender cosas para sobrevivir es trágico y humillante. No tenemos que vivir así.